Amor de geometrías
Arrebol
Carbonero Imprudente
A la Caverna de Platón
Cercenado
Desvanecimiento de un Fosfeno
Dos entre Dos
Dos Horizontes
Expresión con Ginés Castillo
Infinitamente
Pajaritas Fragmentarias
Petrus
Poder
Realidad y Psiquismo
Trokhobio
Amor de Geometrías
Pero, ¿Qué sucede?, un estremecimiento le sacude el cuerpo todo, y el ánima, y el raciocinio, y la intención; le aborda un cúmulo de contrariedades, sorpresa, perplejidad, congoja, desastre, decepción fulminadora, aniquilamiento de esperanzas…: Se había precipitado una lluvia de tinta, irreversible y tenaz; un salpicar disperso desde el apéndice convulso inundaba la pureza, hasta entonces sin mácula, tal que si se tratara de una expectoración productiva emanada de un enfermo tísico.
Mas, apenas hay ocasión para sentir la desgracia. Un acontecer infeliz y lamentable adquiere al instante aspecto de exaltación y eretismo: él se abstrae en la contemplación de un cadáver de mosca empapado en sangre-tinta.
No la muerte del artrópodo, sino la cascada fluyente de su furor sujeto al extremo de la pluma que lo atravesaba por el abdomen de parte a parte, es lo que le proporciona admirablemente un abstracto inusitado y enigmático. La belleza casual se apodera de él; de súbito lo conmueve, lo hace vibrar de la nuca al periné, del periné a las entrañas, de aquí se reparte entre los miembros y se muerde las uñas; se muerde, se muerde, se muerde… y sangra. Sólo una gota minúscula ha osado caer certera en medio del charco pictórico y esa promiscuidad lo enloquece. Una mínima mancha carmesí sobre una inmensidad negra serpenteando la nieve en trescientos puntos cardinales no era todo; era la resurrección de la carne: un ser desprovisto de vida inyectándole vida a un paisaje inerte…
No pudo resistirlo más. Cubrió el acontecimiento con un papel secante cuyo envés era también rojo y sobrepuso los útiles de dibujo amorosamente, con infinito cuidado. Después se levantó y aunque nadie lo oyera, él sí creyó sentir la voz al pronunciar: «amor de geometrías».
Arrebol
Una transparencia en la atmósfera, constante hasta el anochecer; veinticinco grados centígrados modulados, tan sólo, por el leve respirar de la fronda caduca en la cuádruple hilera de árboles protectores del color y sabor de la calle Torrijos. Pocas ciudades en el mundo ofrecen el encanto de Madrid durante los meses de otoño.
Camino de la escuela primaria, Grupo Escolar General Mola, acostumbraba a tomar la diagonal entre dos calles perpendiculares para ahorrar tiempo en el cruce. Siempre llamó mi atención, en este tránsito, un mural de la Virgen Blanca, orientado al Septentrión y esculpido sobre la puerta principal del colegio Calasancio, antigua cárcel de Porlier. A veces, los automovilistas, tocaban las bocinas de sus vehículos tomándome por un transeúnte suicida o imbécil mientras miraba atónito desde el centro de la encrucijada, ajeno a todo lo que pudiera suceder en el Globo, fuera del eje de la contemplación. Aquel día, otro, algo mayor en edad, coincide en el punto; confuso ante mi actitud imperturbable, me increpa con grotesca arrogancia, pero, mi entendimiento, borracho de perplejidad estética, apenas podía percibirlo. Se acerca, empuja y amenaza; finalmente, desafía: «una pelea a muerte en el Campo de las Piedras» (solar contiguo a la Plaza de Salamanca). Imposible rehusar, la ley del barrio, de obligado cumplimiento, impone la asistencia a todas las citaciones semejantes, aunque yo, por la timidez, nunca lo había experimentado hasta entonces. Las piernas me temblaron y una debilidad inoportuna me invadió desde el estómago a la espina dorsal. El destino me empujaba, inexorable, hacia lo enigmático de una lucha verdadera: «¿Cómo se comportarían la voluntad y el cuerpo en una pelea extraña, sin razón, sin objetivo, probablemente muy diferente a las luchas en los juegos habituales, ficticias guerras de recreo ?» Como en los pasajes bíblicos en que Yahveh detiene la mano del ejecutor, en esta ocasión, frustró las intenciones sádicas del camorrista: tras de nosotros se acercaba un amigo fiel que ostentaba, merecidamente, el liderazgo en el distrito; interrumpió la lucha una fracción de segundo después de comenzar y dejó nuevamente en el enigma la pregunta eterna sobre los sentimientos que se albergan en el absurdo de las contiendas.
Quedé muy agradecido a mi amigo y, para compensar su gesto de fraternidad, le obsequié con mi mejor dibujo de entonces: una reproducción al carbón relativa a una escena de la película -ocho veces contemplada por él-, «El último vikingo», en la que aparece una embarcación de la época vista desde la proa. En el transcurso del tiempo entre la pintura aludida y el collage de la presente versión, tuvieron lugar, obviamente, numerosas transformaciones imposibles de calcular, tanto en la técnica como en la modalidad, hasta concluir en éste, mi primer trabajo, cuya línea y método, no obedecen sino a la mera intuición, la cual, hubo de tomarse poco después en motivo de reflexión acerca del collage, como un fenómeno de «redescubrimiento» perenne común a la actividad creadora de múltiples autores.
Carbonero Imprudente
Aquel domingo de Junio de 1.956, dentro de un corrillo infantil, tenía lugar un memorable combate a muerte entre una gigantesca hormiga negra y un pequeño saltamontes de tamaño diez veces superior. Habíamos llegado algo tarde a la contienda, el enfrentamiento estaba ya en plena y desesperada lucha por la vida. Todos estimulaban con la efervescencia de sus gritos al más débil de los insectos: la hormiga negra. Voceaban como si se tratara de una competición deportiva de interés mundial. Yo guiñaba los ojos y contraía la boca y pómulos en un gesto de sufrimiento escondido ante la inferioridad manifiesta del bicho menor. Solamente un espectador, mayor en edad y corpulencia, el «Calavera», animaba autoritario y dominante al saltamontes verdirrubio. Por un momento dio la impresión de que la hormiga negra acabaría con la vida del contrincante: de un salto había logrado asirse con fuerte mordisco al costado rival por debajo de la peligrosa pata aserrada. Enloquecido, revolcándose de dolor, cada vez más exhausto por el esfuerzo, el artrópodo gigante, asestaba terroríficos golpes de pata que se perdían en el aire y se hacían progresivamente más flojos. La mandíbula minúscula continuaba hermética a pesar de que todo su cuerpo temblara dando la sensación de desprenderse al menor embate; en realidad, patas y tronco no le servían ya sino de estorbo; colgada en el vacío, las escalofriantes descargas del saltamontes, le rozaban la región posterior del tórax sin conseguir todavía el propósito… De pronto, el insecto tan extraordinariamente armado, pareció perder el aliento; por unos segundos permaneció inmóvil, paralizado; la hormiga negra, trémula, insistía en su dentellada feroz, ajena, incluso, a la quietud del adversario. Repentinamente, igual que si fuera sacudido por una descarga eléctrica capaz de desatar todas las potencias increíbles y ocultas, como si su dolor insufrible hubiera traspasado el umbral límite de la tolerancia, comenzó el saltamontes a vibrar, a estremecerse y propinar incesantes patadas; se contraía primero y lanzaba después el apéndice mortal contra el enemigo. En una de sus contorsiones, el cuerpo de la hormiga, pendiente aún del primer bocado, se balanceó con gran riesgo y, la sierra temible, segó su vida cruzando vertiginosa el espacio: de un sólo tajo separó la cabeza del tronco dejándola pegada al costado de un modo extraño, tal que si estuviera vinculada aún al cuerpo perdido por un nexo misterioso, lleno de espíritu, y que obligaba a pensar que el enfrentamiento a muerte no terminaría allí.
Cuando contemplé atónito la cerviz de nuestro carbonero, un escalofrío recorrió mi cuerpo llenándome de presagios. Aquella imagen del cortador de leña en un despacho de la calle Padilla simbolizaba quizás un extraño vaticinio. Santiago, padecía un mal del raquis cervical que lo condenaba hasta el fin de su existencia a llevar el cuello sometido a una lexo-torsión muy intensa, de tal suerte, que, para conversar con sus clientes, forzaba la apertura de los párpados describiendo grandes surcos horizontales en la frente y dejando aparecer una breve porción rojiza de la conjuntiva inferior de unos ojos tristes que inspiraban piedad y ternura. Vestía una indumentaria inmunda, pero entre harapos tiznados y aspecto de pordiosero dejaba entrever su actitud soberbia, un talante que hacía de la usura una virtud incuestionable, tácita. «Desengáñese, señora, en el mundo entero se hará justicia gracias a los auspicios propiciatorios de la revolución bolchevique…», afirmaba profético mientras mi abuela, transmitiéndome su temblor parkinsoniano a través de la apretadura de mi mano dentro de la suya, lo observaba escéptica, con el semblante castellano, oculta en su solemne austeridad.
Sentí una angustia abrumadora viendo la fiereza con que el carbonero hacía astillas con los tarugos esparcidos a sus pies. Una sudoración profusa y fría me invadió mientras contemplaba al hombre mugriento, negruzco como hormiga gigantesca, izar impetuoso el hacha, hacerla bufar como anca inmensa de zootomía salvaje, sin advertir que, cada golpe de acero, rozaba el dedo gordo de su pie desnudo apoyado sobre un gran tronco, aunque, sin accidentarse todavía…
Pocos años después, recién enterrado mi hermano, adolescente aun, muerto en medio de la indigencia, paseaba yo, desconsolado, entre los cipreses de un boulevard en el cementerio de la Almudena. Tropecé con una escena sobrecogedora: millares de minúsculas congéneres, probablemente parientes de la hormiga decapitada tiempo atrás, se cobraban buena venganza en el cuerpo destrozado de un saltamontes verdirrubio; infinitas mandíbulas arrancaban pedazos del costado enemigo y mutilaban las extremidades con voracidad. De cuclillas en la observancia del espectáculo cruel e indiscreto que ofrecía la Naturaleza en aquella hora de un mediodía estival, me brotaron las lágrimas, desde la remembranza de los sucesos escolares, como íntimo manantial. Sin apartar la mirada de la pequeña catástrofe de criaturas incontables contra una sola víctima descomunal, circunscribiendo el escenario de la conflagración: «¡qué grande eres, Dios, y, qué imposible de creer!…»
Los codos sobre las rodillas, ambas manos cubriéndome el rostro -cortinas que cerraban el teatro despiadado de la biología-, volví el pensamiento a mi interior para sollozar un tiempo inespecífico.
A la Caverna de Platón
Hace treinta años conocí a un hombre. Representaba la edad que yo tengo hoy. Qué viejo me parecía entonces, qué viejo me parecería ahora después de tres décadas. Sus ojos azules, transparentes, compuestos por trillones de luces microscópicas en continua vibración, veían sin mirar; discurrían por el paisaje, las gentes, las cosas, como desentendidos, como si todo y todos fueran lo otro a lo que él nunca podría acceder. Parco en palabras; escaso en el trato y la comunicación; por exigencias del destino, sólo una porción mínima del día, le era permitido usar para sus relaciones: la ceguera nocturna le obligaba a recluirse antes de ponerse el sol, y, apenas asomaba éste, el reparto de la fruta, su ocupación laboral le adhería al asiento de un triciclo del que no descabalgaría ni en las horas del almuerzo, tal es así, que, la vecindad, en sus continuas murmuraciones, criticaba con rigor a doña Lucrecia, la dueña de la frutería sita en la renombrada calle del Conde de Peñalver, por permitir que Mauricio no descansara ni ingiriera alimento alguno.
Las barras de pan tierno, con miga blanca y prieta, recién extraídas de las entrañas de una hornada hecha al mediodía en la tahona de la calle de Juan Bravo, tenían en aquellas fechas del año sesenta y dos, un precio asequible: una peseta. Qué hambre, qué gozo satisfacer la necesidad imperiosa con la bondad de aquel manjar dorado al alcance de mi poca calderilla junto a la ingle. Paseaba lentamente mis años infantiles por el centro del boulevard, mirando hacia las afueras de Madrid; la ciencia a la izquierda, dentro del sarcófago colegial; a la derecha, una avidez febril por el consumo; yo, en medio de los dos, entre el conocimiento y el pragmatismo, opuestos y complementarios.
Los automóviles por la izquierda en absorción perpetua, por la derecha en un vomitar cíclico y persistente, y yo, otra vez en medio, entre la vida que ha de transcurrir y el pretérito de sucesos incógnitos. Veo, a lo lejos, bambolear y acercarse parsimoniosa una mancha junto al tránsito veloz; es el triciclo de Mauricio el menesteroso; apenas se atisba su calvatrueno tras el bulto irregular de los productos hortelanos. Parece un escarabajo pelotero arribando penosamente a la cima de su destino.
Distraigo mi atención interesándome por la multiplicidad de anuncios en los escaparates del entorno. Mauricio silba a mi nivel e invita a subir sobre su carruaje. Ahora, el esfuerzo de pedalear con sobrecarga, le hace emerger chorretes vidriosos por los intersticios de un rostro propio de quien encierra el enigma de las tragedias anónimas. La mirada de Mauricio -haces infinitos de luz, alfileres de cristal incandescente que bailan y revolotean a velocidad de vértigo desde mi pan a mis ojos-, grita sin voz: «¡misericordia!», y caen los párpados mansamente. Ya nadie sería capaz de discernir si lágrimas, si gotas de sudor que, suspensas primero de las pestañas inferiores, enseguida serpentean y desprenden de sí para perderse invisibles en el huracán del tráfico.
Finjo no enterarme de su posible llanto. Recuerdo mi hambre… Hago dos partes alícuotas con el resto del pan y le ofrezco. Hablo Precipitadamente para no dar tiempo a mis oídos a escuchar las “gracias” inmerecidas: “¡ánimo, Bahamontes, hay que conquistar el premio a la montaña!» Sonríe. Una torsión brusca a su triciclo y nos precipitamos por una calle transversal fuera del itinerario de costumbre. «¿Qué querrá Mauricio?, ¿atajar?», pienso.
Cruza General Díaz Porlier. Grita enloquecido de alegría con la boca llena de pan: «¡Viva Padilla, Bravo y Maldonado!» Luego se lanza frenético a coronar la montaña. Aparca. Le sigo como a un rabí loco y santo. Penetramos en un recinto oscuro, alfombrado, silencioso. Tardo algunos segundos en acostumbrarme a la penumbra; empiezo a distinguir luces en posiciones estratégicas apuntando hacia objetos sacramentales; presiento el corazón audible desde fuera de mí. Me estremezco al vernos solos en un templo diferente a todos los demás templos… Los motivos de adoración no eran cristos; sobre los altares descansaban piezas extrañas jamás concebidas. Yo descubría atónito lo que mi maestro miraba. Sentí el empuje de la genuflexión ante un sagrario y, sin embargo, no era preciso arrodillarse para adorar tales magnificencias. Por primera vez en mi vida sentí penetrar la libertad, a través de la epidermis, hasta el tuétano de mis huesos…
Afuera, todavía perplejo por la visita a una galería de arte, me mantuve en silencio ante el milagro de una eucaristía: por un pedazo de pan tomado en comunión se me hacía partícipe de la verdadera luz inmersa en las tinieblas de la creación y del arte. También Mauricio se distrajo para no escuchar mis agradecimientos y, desde entonces, lo amé con un fervor esclavo.
Cercenado
La noche bosteza su negritud entre termóforos incandescentes. Los últimos fulgores rojizos de la puesta solar, extintos ya en la memoria del autor, se olvidan a su vez del horizonte. Sobre las manos obreras una forma cónica se estremece; de cuando en cuando las destilaciones del exceso de humedad se enjugan, mimosamente, con la esponja; la chamota asoma entonces en superficie como textura en carne de gallina. La pella de pasta refractaria, blanda, jugosa, en obra incipiente desde íntima proyección, parécele a su progenitor dotada de vida electrizante. Hay que dar ánimo al barro -dice para sí-, que ya se alza trémulo, con el palpitar de un primer soplo, réplica feroz al Génesis: «barro eres y en latido eterno te has de convertir; no adorarás a tu creador porque su mortalidad es aún mayor que la existencia efímera de tu manufactura; él, sucumbirá antes al reto del tiempo mientras persistes en el tránsito pausado de los siglos».
Así pensaba, sentía, inmerso en una especie de estío de Capricornio hasta que le volvió la consciencia. El éxtasis, la flotabilidad estética en el ámbito de la fantasía, se tornaron realidad cruda, derrota en la verdadera plenitud de la aflicción del pragmatismo cotidiano: Las escurriduras, sentidas hasta el codo por los antebrazos del autor, no eran barbotina sino sangre fresca procedente del muñón de un hombre amputado por el tercio medio de su muslo izquierdo; las palpitaciones del cuerpo arcilloso que empujaba en el vaivén de la amasadura, habíanse convertido en latir múltiple de serpientes arteriales; los cambios de volumen, los desplazamientos, las obligaciones deforma y torsión que exige la mente del expresionista, se invertían en convulsiones y espasmos producto del dolor insufrible que manifestara el lisiado. Manaba pus que no agua cálida; eran gritos de convaleciente, no exclamaciones en el acontecer lúdico entre parejas pobladoras de jardines vecinales; carne, carne de muñón desgarrado que no barro rojo, ni gres, ni porcelana fina… De nuevo Moisés vencía a la soberbia infundiendo el soplo vital, trágico, en la esperanza estética; la realidad insulta a la belleza de la posibilidad inerte; la biología destruye a la física y a la química inanimadas, antes de aspirar a geometrías; la inmortalidad humilla a la eternidad y rompe la simbiosis del orden y el concierto.
¡Viva Satán!, que intenta burlar las fronteras de lo infinito y someter sin tregua al poder establecido, mediante la «rebeldía cultural», mediante la luz del conocimiento; ¡muera Dios!, por omnipotente, por omniscio, por dividir el Universo en bien y mal, por hacer en el canibalismo eucarístico tragar dios para que cada uno sea dios y El, general y ubicuo.
Desvanecimiento de un Fosfeno
La vida es a la vez cotidiana y cósmica… Sólo por el amor humano alcanzamos la conciencia de esta existencia formidable. En un instante, nos da una exaltación que nos hace comulgar con lo universal y luego recaemos en lo opaco y lo cotidiano… La nostalgia de este estado paradisíaco y breve es tal vez lo único que explica esa tristeza que como una máscara de ceniza cubre los rostros humanos».
¿Cómo transcribir este relato de Francis de Miomandre y la influencia que ejerce sobre mi ánimo en lenguaje policromo de luz y forma? Naturalmente, habrá de suponer un esfuerzo vital Sin embargo, una retinopatía irreversible, será capaz de provocar secuelas fosforescentes que inducen al delirio, construir en el ámbito de la negrura impenetrable otro universo infinito, repleto de cristales refulgentes, millares de estrellas multicolores y caprichosos garabatos en suspensión… Sí, mientras esto sucede en un perpetuo contemplar, la fuerza seductora de la literatura mágica, me inunda y arrastra hacia la exaltación: lloro, sufro, enloquezco transitoriamente y, serán necesarias estimulaciones muy poderosas para rescatarme del éxtasis cautivador y ensayar, después, tales experiencias, en representaciones pictóricas instantáneas…
El expresionismo abstracto es un método cuya accesibilidad permite toda clase de trasferencias desde la emoción a la plástica; no obstante, ¡qué diferentes son!
Blanco nieve en alud vertiginoso, rojo sangre de tauromaquia española, amarillo citrón, verde esmeralda… Un millón de puntos color miel precipitados En fuga de enjambres libertos; amalgama de ocres y tierras en frenético aluvión…; un pozo negro inconmensurable, preñado de reflejos traslúcidos, enceguecedores…
El furor de un dios sentencioso, el rencor, la rabia, la perfidia, la traición… Cada punto una esperanza, cada mancha una indulgencia, cada fondo un trasfondo y un abismo, un secreto, un…
Dos entre Dos
El escarabajo sagrado recolecta afanoso los excrementos encontrados en las praderas, en los terrenos abruptos, en los senderos abiertos por el hombre. El insecto aprovecha tales depósitos, expuestos con desprecio por las bestias superiores, como la sustancia definitiva, noble por excelencia, razón para existir él y sus congéneres.
Una vez en la madriguera, esculpe a ciegas una esfera perfecta que contendrá el germen vital. Mediante un ejercicio eminentemente háptico, con el bloque fecal anclado en el fondo del taller a la manera de bancada escultórica, diseña surcos meridianos en la superficie con los apéndices anteriores; cincela geométricamente la esfericidad mágica envolviendo el misterio de la vida, el secreto de su prole inmersa aún en el sarcófago de la creación.
¿En qué recóndito lugar del gen posee impresa tal potestad háptica el escarabajo sagrado? Su sentido propioceptivo es equiparable al mejor escultor que, con sacrificios eternos, luego de padecer una exhaustiva escuela deformación, aún no gobierna suficientemente su sensibilidad discriminativa al extremo de reproducir no ya superficies esféricas completas, sino siquiera casquetes limitados a una porción de la obra pretendida.
El escarabajo selecciona primero la calidad de la pasta moldeable, le procura una correcta homogeneidad distribuyendo humores y textura -que ninguna impureza interfiera o perturbe el resultado final-; ennoblece al máximo aquella materia prima que habrá de servir a la progenitura de nutrición y fuente vitalista.
Tras la inmersión subterránea, la importancia que adquiere el quehacer artesanal de nuestro artrópodo, se refiere nada menos que a su trascendencia: mediante una laboriosa función se garantiza no sabemos qué eternidad. El, en la más absoluta negrura solitaria, insiste impertérrito en conseguir la talla perfecta; culmina la tarea con la pulimentación superficial cuidando de que el poro en la cara externa de la obra, se ocluya en un gesto de enajenación entre la vida interna, expectante aunque aletargada todavía en el núcleo, y el resto del mundo; es una caricia sutil del escultor coleóptero la que hace frontera definitiva y concluyente, como un ritual de gesticulación litúrgica, inductora biológica. Después, para que nadie plagie el secreto mímico del poder, no le importará morir.
Cuántas veces escarabajo en mi taller… Tratando de desentrañar también a ciegas el misterio estético oculto en la viscosidad de la pella arcillosa, reúno la sustancia, potencial enigmático, y palpo. Infinitos tanteos mensurables en el fondo de las tinieblas hasta moldear los terribles caprichos de mi monstruosidad volitiva. Al fin, placeres epicúreos emanados de la propiocepción y el eretismo cinestésico, me inundan…, es el «eureka» arquimediano, gobernador ancestral, don primigenio que yacía al acecho antes que el tiempo existiera, antes que la luz cegara mi ceguera, la del entendimiento.
Dos Horizontes
1965. He de confesar que, en este tiempo, gastaba todos los ahorros en adquirir los fascículos coleccionables de un diccionario enciclopédico, único libro que, durante años, entró en la casa de mi abuela donde yo residía. Aquella noche examinaba las páginas correspondientes a la letra «M»; quedé extasiado ante la fotografía de un mausoleo árabe, quizás porque hacía poco más de un año que falleciera mi hermano mayor. El resto de la visión que conservaba era ya muy escaso, así que, aproximé todo lo posible la lámpara deflexo inclinando el foco hasta rozar el papel; extraje de la mesilla de noche otra lupa de más aumento. Permanecí durante horas jugando con la descomposición de la luz en formas y colores alucinantes mientras introducía el mausoleo, deformado por los movimientos de la lupa, primero en mi retina, luego en el cerebro para asimilar el análisis de los efectos cromáticos y, finalmente, en la conciencia profundizando en el corazón de la historia de una muerte trágica, hasta alcanzar la emoción y las lágrimas; éstas, como carámbanos pendientes de las pestañas, multiplicaban aún más la distorsión de la luz en fulgores de aberraciones millonarias.
Sentí a mis pies el ruido sobrecogedor de las ratas que, amenazantes, roían el subsuelo junto a la alcantarilla que pasaba bajo mi alcoba en aquel sótano inmundo; la humedad calaba desde la epidermis hasta el tuétano de mis huesos adolescentes; el hambre, mayor que el de las ratas a los pies, me consumía las entrañas. Ahora, éstas, habían conseguido penetrar hasta el váter contiguo al dormitorio. Mi madre gritaba desde su cama: «acuéstate ya, apaga la luz, vas a gastar la poca vista que te queda».
Ni el pánico a las alimañas acechantes, ni el ambiente gélido, ni el hambre, ni el sueño imperativo, ni los gritos histéricos, consiguieron apartarme un milímetro de aquel cóctel conjugado con la muerte representada gráficamente, la descomposición delirante del arco iris y el caos de mi emoción atormentada.
Apenas podía creer que en un lugar tan inhospitalario se accediera al interior de un mundo tan irresistiblemente cautivador con el único esfuerzo de dejar a la voluntad ser presa del azar actuando en el seno de los acontecimientos neurofisiológicos. Debí quedar rendido por el éxtasis, los efectos hipnotizantes del caos multicolor; después de algunas horas pasé a experiencias oníricas muy diferentes en las que navegué por desiertos circulares en busca de un mausoleo y que inspiraron, al cabo de algunos años, el collage titulado «Dos Horizontes», expuesto en la Galería Abril durante la Primavera de 1.980.
Expresión con Ginés Castillo
No había sentido hasta entonces una sacudida más violenta, tan emocionante y a la vez tan llena de aflicción. La produjo un diálogo surgido a base de repentizar, de la emergencia de lucubraciones fluyentes desde la profundidad de nuestras intimidades. La impronta narrativa de mi contertulio envolvía y daba calor a una estancia de trabajo muy pequeña, repleta de utensilios que apenas nos permitían desplazarnos algunos centímetros en torno a una mesa bastante arruinada. La indumentaria, también lamentable, nos cubría los cuerpos en forma casi grotesca. Vasijas, herramientas, trapos sucios por doquier en un estudio o taller de novicio… Al fin, procedimos a despejar una superficie que recubrimos con un paño deshilachado y raído mientras mi compañero continuaba su disertación saturada de referencias técnicas, de fórmulas, compuestos, causas y efectos, principios, fundamentos… Mezclaba términos academicistas con improvisaciones de experiencias personales vividas con frecuencia cotidiana durante el reto con la materia prima.
Ya, sobre el centro de la mesa, descansaba una pella de barro sin chamota que aproximadamente pesaría veinticinco kilogramos. En apariencia inerte, la tratábamos como a un objeto sacramental, un elemento totémico que, al parecer, iba a cobrar en algún momento inesperado, una importancia inusitada, tal que si la pella en cuestión contuviera en germen atributos vitales prestos a manifestarse en una reconversión incógnita y mediante el fenómeno «big-bang», en la expansión milagrosa de un millón de resurrecciones.
Yo, todavía escuchaba atónito el rito de su sacerdocio y él, debió adivinar mi expectación y mi esperanza porque, repentinamente, abandonó los tecnicismos.
No sé, aquí, si es que las fórmulas ceremoniales concluyeron y llegó la hora de la transustanciación porque sentí cómo, lo exclusivamente mineral, trascendía hacia lo cósmico y adquiría animación:
Ginés Castillo tomó un alambre de cortar y lo puso en mis manos. «Secciona por donde quieras», insistió. Yo temblaba, era mi primera comunicación con el barro en presencia y trato directo con un artista. Di un corte trasversal de inclinación ascendente y la mitad superior se desplomó al otro lado de la mesa. Un apéndice sobrante, ridículo, se irguió indiscreto sobre la superficie recién nacida; Ginés Castillo, escrutador de mis pensamientos, me arrebató el alambre con la determinación y la seguridad del profesional experto; cercenó la extremidad y provocó un muñón residual de homogeneidad y equilibrio perfectos. Cuando mis manos trémulas contemplaron la novedad a instancias del maestro una dicha indescriptible y paradójicamente amarga se apoderó de mi entendimiento: en un instante accedí a la consciencia de los efectos más sutiles de la creación y, a la vez, una desesperante congoja me invadió al comprender que todos los años de mi vida habían supuesto una ficción en busca de la verdad estética y, ahora, hallada ésta, no significaría sino el principio de un esfuerzo incalculable que habría de aguardarme al pretender discurrir por los senderos, hasta entonces insondables, de la creatividad y del arte.
Ginés insistía en su discurso imparable, ya no con fórmulas sino con ensayos de teorías y enunciados unas veces, con críticas a la especulación con el pensamiento como ejercicio habitual de algunos intelectuales, otras. Entretanto, sin poder concentrar mi atención en sus ideas, me hice con un formón que descansaba sobre un estante próximo. Me hervía la sangre de gozo e indignación por la verdad revelada y por la verdad tanto tiempo oculta. Descargué con furia el formón sobre una mitad de la pella dividida y le arranqué la lengua grosera que surgió de la agresión. Oía hipótesis y continuaba sin escucharlas a pesar del esfuerzo de mi voluntad. Una lengua tan odiosa como apreciable se mecía entre cuencas metacarpianas, estrujada, restregada y vuelta a recomponer por momentos; en otros, las caricias de las palmas con la mayor de las ternuras; en la atmósfera, el timbre radiofónico de Ginés y su filosofía pragmática.
Por fin, devuelvo la lengua manoseada a su lugar de origen. Hay una leve admiración de mi amigo: «detente, ya está, es una expresión admirable , obsérvala».
No es fácil rememorar aquel momento en lo que se refiere al grado de emoción experimentada, sobre todo, cuando se produjo la gran confesión:
Ginés adquiere de pronto un talante circunspecto, lo imagino fruncido el entrecejo, presa del dolor que produce el altruismo; la amistad que nos profesamos lo empuja y precipita inexorablemente hacia una entrega que habrá de vaciarlo hasta romperle el alma. Parece exhausto y sin embargo se expresa con una humildad serena que me derrota. Resta toda la importancia que supone el compartimiento incondicional de un tesoro celosamente guardado desde la conquista, cuya consecución debió prolongarse en duro batallar, durante años. Me explica que observó en numerosas ocasiones cómo a ceramistas notables, en el quehacer cotidiano, se les ve rodeados de restos de arcilla que arrojan con desdén al suelo sin advertir los efectos creadores a que han dado lugar tales gestos despectivos. Si aprovecharan las obras instantáneas de increíble frescura en la expresión, la cantidad de arte rescatado al azar sería incalculable. Esta, nuestra obra incipiente de ahora, no es otra cosa que uno de esos despreciables residuos en la conciencia de ceramistas ignorantes.
En esta brevedad de tiempo que transcurre en el consumo de un cigarrillo he sido partícipe, por la mediación de Ginés Castillo, de un secreto de alcance insospechado. Un silencio denso nos abraza en el tránsito de las horas que completan una mañana inolvidable mientras nos dedicamos sin tregua al pulimento respectivo de cada una de las semipellas hermanas que protagonizaron una amistad aun más poderosa, perdurable desde 1.986 y cuyo destino no se atisba en la lejanía de las distancias y los tiempos.
Infinitamente
Las líneas paralelas, en progreso infinito, están facultadas, incluso, para fluir en dirección idéntica con sentidos antagónicos: no se interfieren…, no se intersecan. Son, pues, para nosotros, un símbolo eterno de libertad y revolución anarquistas.
Las reproducciones anexas no se refieren a la obra cuestionada porque ésta no llegó a ser construida, sin embargo, son un ejemplo relativo a la misma línea de composición. Se observa un proyecto escultórico, musical y literario cuya configuración ha seguido el canon de la «Sección Áurea» tanto en los elementos arquitectónicos como en la inscripción literaria y partitura musical; esta última, se debe al compositor Juan Briz quien, con una extraordinaria sensibilidad artística, supo aproximarse con toda fidelidad a los requerimientos de la obra. Aunque INFINITAMENTE está pensada para servir de mausoleo, es, asimismo, un canto a las líneas paralelas, tratando a éstas, como símbolo de libertad y anarquismo.
Pajaritas Fragmentarias
Antes de desprender y enjugar el último llanto de la compunción, fruto del desmembramiento familiar, abandono inexorable en brazos del enigma y la incertidumbre que representaran el célebre Tribunal Tutelar de Menores, Ministerio de Justicia -«Ministerio de Caridad»-, sentí junto a mis labios la boca carnosa de mi progenitor, contacto de un beso iscariote, quien, no sólo disfrutaría en lo sucesivo de los servicios de la numismática al verse libre de mi sustento, al no padecer dispendio alguno por causa de alimentación filial, sino que jamás experimentaría el más leve impulso de acercamiento que lavara en parte las máculas de su conciencia, de aquel parricidio perpetrado en el alma de su descendiente.
¡Ah!, ¿Qué podrías argüir para justificar tanto desastre acumulado en el transcurso de una vida plena de corrupciones? No, no bastarían lágrimas de atrición, ni postrarse de hinojos con la cerviz a mis plantas, con la súplica de indulgencias aflorando entre los surcos de la senectud y los estragos de una ancianidad carcomida por la desatención, la ludopatía, la embriaguez perenne.
Solamente una vez peinaste mis cabellos de infante dócil y receloso, desconocedor absoluto del mundo hipócrita de los adultos -porque nunca mezclara con ellos la palabra más que para recibir la severidad de las recriminaciones y la amenaza del sometimiento a la tortura o la flagelación-; me elevaste el mentón para obligar a un grado cómodo mi estatura pueril; con mano trémula -junco vibrátil que cimbrea dubitativo flotando en los vaivenes de la brisa del anochecer-, deshacías bucles y reformabas rizos al azar sin orden, sin dirección, sin verme, cobardemente…: te hacía retroceder el rayo inquiridor de una mirada tierna, escrutadora -espada gélida y filosa templada a un fuego hostil en los yunques de la orfandad-. Ahí comenzaron a ocluirse los ojos de la esperanza; el tibio comprender de los primeros años sobraba para intuir la perpetuidad que sin tregua se abalanzaba sobre mí traspasando los umbrales de la mente ingenua; las razones esgrimidas sin razón, con el rostro fugaz y de soslayo, volvíanse manifiestos absurdos de un amor preñado de traiciones, hilvanado a base de falacias; el escándalo, opresor del entendimiento lógico, se alzaba gigante, macrocósmico, imposible de combatir.
Si bien, sobre el cuello de Isaac se cierne la muerte, holocausto desconcertante, protagonizada por el brazo ejecutor de un patriarca preso de aflicciones, obligado a ofertar su unigénito como siervo del Creador, cabe la disculpa de ser la avidez de un dios el sujeto de la responsabilidad en última instancia:
Yahveh solicita saciar el hambre en el ara de los sacrificios, Abraham se descarna el corazón con el desprendimiento filial; mas, ambos, piadosamente, abrigan la esperanza en la reversibilidad de los acontecimientos…»Ojalá, también, se frustre esta consumación inminente», algo así debí pensar, sentir, ya en los límites del exilio tutelar, pero el destino es despiadado, o casual, o caprichoso, o, simplemente, ajeno y desentendido, porque, ¿cómo, si no, habría de comprenderse el remover paradójico en el fenómeno de los aconteceres? Abraham ha de matar con arma en descrédito y el sacrificio representará un gesto amoroso hacia el Sumo Hacedor. En esta otra paternidad que me afecta, no un cuchillo, sino un acto bien reputado: un beso, reproduce la ofrenda a un «todopoderoso» significado por el vicio del juego y la embriaguez. Dos elementos paralelos y antagónicos: juego es a rito litúrgico, sangre a vino sacramental Y, en la remembranza de los eventos, qué mayor colmo de contradicciones que éste de suscitarse no el odio, el rencor, la maldición, sino el poema fantástico del transcurrir por los cauces sucesivos de una papirojlexia mágica, mi única heredad: primero geometría cuadrangular, enseguida figuraciones de fábula, una mesa, dos barcos siameses, un velero bergantín, soporte para el retrato, góndola de la reina…, el pez, la flor, otras anatomías inanimadas; todo hasta alcanzar el par de pajaritas fragmentarias; aquí las represento multiplicadas en tamaño, semejantes, enriquecidas por la pátina dorada y alteraciones de la proporción.
Petrus
En 1989 el Circulo de Bellas Artes convocó a nivel nacional un concurso de méritos para llevar a cabo una exposición colectiva bajo la dirección del escultor Miquel Navarro. Fuimos seleccionados una docena de autores aproximadamente. Durante las cuatro semanas que transcurrieron hasta concluir nuestro común hacer en los «Talleres de Arte Actual» del Círculo, tuve la oportunidad de convivir con compañeros muy expertos en escultura cerámica; de entre ellos destaco por su extraordinaria humanidad, el trato y amistad con Alfredo Sada -fallecido pocos años después- y Xavier Laka, muy comunicativo, a quienes debo el aliento y ánimos suficientes para proseguir mis recientes incursiones escultóricas mediante técnicas hasta entonces desconocidas por mí.
En ese tiempo, el barro rojo escaseaba en Madrid. El Círculo de Bellas Artes pasaba serios apuros para suministrarnos el material a unos autores ávidos por crear e insaciables en producir. Llegó el momento en que el Círculo quedó sin existencias materiales. Fue el caso que yo me ofrecí para buscar el material aun cuando desconfiaba de mis propias posibilidades de éxito. Al fin, llegue al establecimiento Reflejos donde solicité quinientos kilos más de barro rojo; fueron trasportados en taxis dada la urgencia de nuestra hambre creadora y esa celeridad en el servicio, abocó al padecimiento de tener que trabajar con una pasta pésima.
Ante la falta de confianza en las informaciones -respecto de dicho gres- por parte de la dueña de Reflejos, opté por preguntarle telefónicamente los detalles técnicos de la misma; la señora -cosa muy extraña en este medio en el que cuidan celosamente los asuntos por razones de competencia-, me remitió a la fabrica sita en una localidad que no recuerdo de Valencia y con quien me comuniqué por teléfono. Hablé con el químico quien me detalló composición y grados de cochura:
GRES CON CHAMOTA MEDIA «CHN», TRATADO CON MANGANESO Y OXIDO DE HIERRO; TEMPERATURA DE COCCION 1150‑1200°; CUECE MUY OSCURO EN OXIDACIóN CON PINTAS MAS CLARAS PROCEDENTES DE LA CHAMOTA.
En «Petrus» se utilizó la siguiente curva de cochura en horno eléctrico:
4 Horas para alcanzar los primeros 200° (con tobera destapada y rejilla inferior abierta.
5 Horas más para llegar a los 400°. Aquí se cerró la rejilla inferior.
5 Horas más para obtener 800°. En este punto se cerró la tobera.
6 Horas más hasta los 1180°.
1 Horas en meseta a 1180°. Descenso proporcional de 12 horas hasta bajar a los 100° en que se abrió la puerta del horno y consideró finalizada la cocción.
Total: 33 horas de hornada.
Realicé algunos trabajos con la pasta en cuestión y todos estallaron en el horno antes de los 400°. Estaba desesperado y a punto de abandonar la empresa de hacer algo digno con pasta tan rebelde y a la que empezaba a coger aversión porque dejaba de manifiesto una seria impotencia por mi parte. Volví a hablar con Reflejos, con la fábrica de Valencia, con el ceramista Santiago Cuena, con el ceramista Ginés Castillo, con Antonio Vivas, director de una prestigiosa revista sobre cerámica, pero las piezas seguían estallando a 400°. Finalmente, me enteré de una pequeña clave: todos los objetos que había visto fabricados con semejante pasta tenían un tamaño reducido por lo que deduje que otros ceramistas habían sufrido el mismo percance que yo. Tenía entonces un reto: demostrar que yo era capaz de lo imposible, cocer piezas de mayor tamaño con la indómita pasta; es más, habría de proponerme una obra bien geométrica (para luchar contra los terribles riesgos de la deformación durante la cochura y contracción del material) o figurativa y realista, donde los detalles manifestaran la victoria del escultor.
Preparé la pella y comencé un busto formal y enteramente académico a la manera en que las escuelas indican a sus discípulos cómo deben ser realizadas las obras cerámicas. Había un detalle diferencial: las referencias yo las tomaba clavando alfileres de cabeza redonda, lo cual me servía para apoyar la punta de los compases en las medidas y proporciones a tomar sin deteriorar el trabajo por causa de mi ceguera. Este método por mí ideado fue muy criticado por mis amigos ceramistas quienes me advirtieron que, por ese procedimiento, introduciría burbujas de aire en la pasta que luego ocasionarían la ruina de la pieza durante la hornada. Sin embargo, no seguí los buenos consejos de mis amigos, sino que opté por retirar los alfileres cuando la pieza estuviera en textura de cuero (semiseca); de este modo, produciría pequeños túneles que, una vez vaciada la obra, servirían como respiraderos hacia el interior de la misma, pues el exterior sería taponado con barbotina de la misma pasta.
Con la pasta sobrante, y cuando el busto estaba casi concluido, me entretuve en golpearla furiosamente contra la mesa contigua a la de trabajo. La elevaba y la dejaba caer desde un metro de altura. Los efectos eran preciosos: se producían planos que recordaban a grandes cantos rodados de pedernal. Ya fatigado, Abandoné el juego y, entre distraído y consciente, deposité la pella sobrante (o piedra de pedernal) a un lado del busto que descansaba en el centro de la torneta sobre la que llevaba trabajando varios días. Este acto provocó el desequilibrio de la torneta que, primero rotó, luego se tambaleó sin control y, fracciones de segundo después, me gritó «¡sálvame!», pero todo estaba perdido: la torneta, el pedernal y el busto alcanzaban el suelo con un sonido sordo en acorde con otro metálico -la torneta- luego de traspasar un espacio aproximado de 1,25 m. de altura y 1,25 de anchura en caída libre hasta un suelo de duro terrazo.
Mis ojos ciegos no veían la desgracia; mi cerebro intuía el desastre de una obra que ni siquiera había probado el horno; mi soberbia humillada por el destino: Dios desterraba al rebelde para que nunca hubiera otro creador. Bajé a los infiernos sometido, vejado, palpando en la inmensa oscuridad, con los ojos ciegos empapados en llanto y las manos ciegas -sin tacto- empapadas en gres blando. Encontré el cadáver tras unos tanteos pero me aterrorizó comprobar su destrucción. Fuí, pues, en busca de la torneta que había rodado hasta chocar con el compresor. Rodeé todo el cuarto, por el otro lado de la mesa de trabajo, con la torneta junto al pecho entre las manos, como un sacerdote maldito, sonámbulo, que soñara con poseer en su demencia un cáliz sagrado pero infernal. Rodeé el cuarto, decía, para no encontrarme con la muerte mientras la locura me invadía: yo no veía a nadie, nadie me veía a mí, tiritaba porque estaba completamente desnudo y no tenía consuelo en un gélido mes de diciembre. Nadie sabría que en ese pequeño circuito alrededor de una mesa había fracasado, había recordado con ira las palabras de Francois de Miomanre sobre la brevedad del amor y la felicidad: «…en un instante nos da la exaltación que nos hace comulgar con lo universal y luego recaemos en lo opaco y lo cotidiano. La nostalgia de este estado paradisíaco y breve es, tal vez, lo único que explica la tristeza que, como una máscara de ceniza, cubre los rostros humanos». Mi estampa debía ser patética y decidí acabar con mi obra incluso antes de los 400. Pensé en poner en marcha el microprocesador del horno hasta su máximo de 1300°, colocarme en su interior en posición fetal, cerrar la puerta y no haber sido nunca alumbrado. El horno se apagaría automáticamente cumplida su misión y, en 48 horas, mis cenizas no serían identificadas perdidas en el polvo cerámico: «polvo somos y en polvo nos convertiremos».
Para alcanzar el horno‑crematorio debía pasar por el campo santo de mi hijo‑cadáver. Fuí a gatas muy despacio, enajenado, trémulo. Toqué la carne fría con esa pequeña chamota que asomaba en superficie como piel de gallina. Me detuve arrodillado para rezar a un alma que no había llegado a nacer, que ni siquiera había alcanzado los últimos estadíos de la gestación en que se inventa un nombre para la pila bautismal. Lloré por espacio de media hora ensayando la postura fetal. Me acordé de mi hermano muerto cuando rogué a Dios que lo salvara rezando en el taxi camino del hospital y sin tener aun la noticia fatal de su muerte. Me acordé de que Dios no me escuchó a pesar de mis sentidas plegarias y de que ello hizo tambalearse mi fe en mi temprana adolescencia. Me acordé de las palabras de mi hermano cuando él también rezó una vez y no se le cumplió el ruego: «por qué no me habré muerto cuando nací». Sí, me acordé de él y deseé sobre todas las cosas reunirme con él. Tan fuerte era el desaliento que no recordé que tenía hijos bien amados y una dulce mujer que en ese momento, me hubiera consolado abrazando mi desnudez y llorando conmigo: estaba… demente.
Torpe y lentamente fui acariciando y reconociendo la postura y deformidad del recién ¿nacido?, ¿muerto? Entonces se produjo el milagro. Pocos meses antes había terminado mi primer curso de especialidad fisioterápica: osteopatía cráneo-sacra; tenía intenciones -pues había suscitado mi curiosidad algunos comentarios del profesor- de llegar al tercer ciclo en el que aprendería la terapéutica por imposición de manos. El busto había quedado adherido al pedernal. Todavía loco, los tomé amorosamente en mis brazos traspasado de dolor. Los deposité suavemente sobre la mesa en idéntica postura; cogí una gruesa espuma para hacerles un lecho con el mayor mimo de que era capaz y, dulcemente, fuimos resucitando: yo recobrando la cordura y la imaginación, ellos haciéndose uno sólo: cabeza y pedernal en unidad. Ya no se separarían nunca. Todo el lado derecho de la cara había golpeado con el suelo al igual que una cara cualquiera de la pella y, lógicamente, habíanse colocado en un mismo plano de superficie. El cráneo, probablemente, antes de rodar la torneta, se había seccionado con el borde de la base giratoria, los ojos se habían contraido y la boca adquirido una mueca casi en un grito desgarrador. Expresaba la misma infinita tragedia que yo acababa de vivir y, simultáneamente, recobrábamos el aliento: yo mi naturaleza de escultor retando a los maestros, él la naturaleza expresionista retando al academicismo.
Terminé de reventar sus ojos formando una huella con mis índices y la aparté a un lugar recogido del taller para proseguir el trabajo cuando adquiriera mayor «vitalidad» en su convalecencia: la textura de cuero. Toqué con ambas manos el horno-ataud y comencé a sorprenderme de mi dramatismo y a recuperar la paciencia. Mientras me duchaba pensaba y me decía: «qué felicidad no conocer nadie lo que se fragua dentro de un taller».
Mucho tiempo después, me ayudaron a una interpretación psicoanalítica de la obra. Era -como todas- autobiográfica: la había denominado Petrus por la piedra-pedernal. Era mi propio nombre de pila. El cráneo roto por el golpe recordaba la brecha en mi región frontoparietal sufrida en accidente deportivo y por la que sufrí un desprendimiento de retina con la ceguera consecuente. Los ojos reventados eran mis huellas y mi ceguera manifiesta. La desviación de la cabeza a la derecha recordaba los pocos años durante los que conservé un pequeño resto visual y por lo que me veía en la obligación de inclinar mi cabeza a fin de enderezar las imágenes visuales. La musculatura pronunciada del cuello refería la época en la que practiqué intensamente la gimnasia deportiva. Todo había seguido un discurso inconsciente en un relato de mi propia existencia y, para colmo, antes de ocurrir el suceso mencionado, el tiempo en que fue un busto académico, quienes lo vieron preguntaron si se trataba de mí porque me parecía enormemente.
Poder
En tanto que la muchedumbre de un tren suburbano contempla impávida cómo se la traga la caverna intestina, tétrica, y la sume en tinieblas, en una penumbra terrible circulante y circundante a toda velocidad para después vomitarla a intervalos desquiciadores, él intenta liberarse de la asfixia, de la repugnancia experimentada en la apretadura de los cuerpos, los hedores, vahos y demás exhalaciones de la especie, su especie: especie humana…
Un día cualquiera de otoño, inmerso en la negritud de un túnel pestífero, vientre subterráneo, el viajero anónimo, sintiéndose persona sin personalidad, recibe milagrosamente el rayo providencial del criterio: clarividencia secreta e intransferible que de forma precisa se hace transeúnte en la memoria. Nace la luz de la idea, del descubrimiento, de urdimbres trascendentes cuyo resplandor lo enajena y sitúa a las afueras de la colectividad; sí, tan próximo a su especie, carne a carne, con muchas atmósferas de presión en el metropolitano madrileño, la carencia de su libertad exterior le abre las puertas de la creación proyectándolo a distancias infinitas del prójimo, allá en lo recóndito, lugar de los enigmas, adonde solamente acceden las víctimas del infortunio descritas en el «Sermón de la Montaña” y los estetas que conquistan e incluyen para sí el libre albedrío y el conjunto de las Bienaventuranzas.
Realidad y Psiquismo
Allá sobre el estrato grisáceo, lugar oculto, casi inaccesible en profundidad de una entraña, mar de la médula para los mandarines, territorio y mansión de las células giganto-piramidales, desierto microcósmico y feudal que acapara las áreas prerrolándicas, habita el hombre miniatura, señor de las voluntades dinámicas, resignado a sostener con rigor la conciencia motriz desde el púlpito gemelo de ambos hemisferios. Es el Homúnculo de Penfield, vicerrector entre las jerarquías neuronales, gestor biológico del ser, que se sitúa inverso en la geografía cerebral, víctima del designio que le impuso el Sol como gobernador supremo de todos los ancestros; posee filamentos de transmisión singular, de comunicación músculo esquelética cuya unidad en el parámetro del tiempo alcanza al milisegundo y se expande por medio de vehículos de transporte iónico, mensurables en micrones, de propulsión fabulosa.
Este homúnculo, intrínsecamente preso y paralizado, aunque, a la vez, vital y espectante en intervalos alternativos entre letargo y vigilia, se nutre y responde a instancias de la voluntad. Gracias a estimulaciones cinestésicas, excitantes de la propiocepción, la sensibilidad perceptivo-háptica originada en las extremidades más remotas de la configuración neurológica, se despertará el ordenamiento locomotriz, los impulsos pasionales destinados a la palabra, al llanto, a la danza, a la guerra, a la escritura, a la muerte, al amor…
Mas, ¿cómo fue que se le asignó el grado de vicerrector en el escalafón de las autoridades fisiológicas?, ¿quién, pues, ostenta la gracia regidora de la acción volitiva, aquélla que le obligará a nuestro «homúnculo» a cometer el crimen cainita, el más horrendo, a través de un abrazo de estrangulación yugular, de un golpe de occipucio impuesto al enemigo odiado; a decidir la vida o el perecer de los gladiadores en el circo romano; así como a practicar la caricia más sutil de Apolo sobre Jacinto, la manifestación erótica tan decisoria que trascenderá conservando la continuidad de la especie? Es el alma, ese intercambio bioquímico constante y, de continuo, tan variable que origina el pensamiento, la idea, la creación de las artes, el remorder de la conciencia, el erotismo, la sensación de felicidad o de gloria, la exaltación del placer, la ruindad, el sacrificio, el odio, la perversión, el infierno de los ánimos en el sufrir de las depresiones…
Realidad y Psiquismo trata de establecer vínculos de identidad o, al menos, de aproximación entre las figuraciones que simbolizan la acción bioquímica -a la derecha de la imagen-, y, el mundo de las realidades en la Naturaleza frecuentemente deformado por la ficción y las estructuras ideológicas -a la izquierda-.
Trokhobio
En 1.984 adquirí una máquina universal con sierra de disco; el motor arrastraba poco menos de tres caballos de potencia. En los comienzos de nuestra relación el trato fue de extremada hostilidad. Se resistía a la doma con una conducta caprichosa y arbitraria por cuanto que no respondía, con fidelidad, a las prescripciones para las que se fabricara. Acudieron técnicos desde tierras lejanas para diagnosticar su extraña patología: inútil. Con la dentadura joven y recién afilada, desprovista del protector, por cuya desnudez se acentuaba aún más su altanería hasta erizarle a uno los cabellos, más de una vez osó pasar de la amenaza a la acción: pretendió amputarme alguna de las extremidades dactilares aunque únicamente consiguiera seccionar la dermis, rozar los tendones y el periostio, con insidia. En ocasiones enmudecía y se paralizaba por sobrecarga o recalentamiento; otras veces, embravecida, se anclaba en los remates o en los nudos del pino y el nogal; recobraba en esta actitud una fiereza inusitada que se traducía después en ejercicio vertiginoso y lanzamiento de proyectil mortífero. Al cabo de un tiempo inespecífico fue sometida al yugo y a la rienda. Yo, solidario al mantener ágiles los engranajes; ella, colaboradora con un comportamiento preciso y diligente. Trokhobio nace de este pacto íntimo entre la máquina y su dueño.
Antes de proveerlo de antenas carecía de soplo vital. En la cintura de su peana se le infundió un alma vibrátil que le permitiría cimbrearse a la menor estimulación cinestésica. De esta forma, gracias a los motores cráneo-caudales, Trokhobio es recorrido, en su contenido medular, por un efecto cinesiológico muy curioso que lo convierte en una geometría -sectores circulares-, de animación biológica singular. Presenta, además, orientaciones cervicales que abarcan los trescientos sesenta grados en derredor; la tonalidad grana lo asemeja a posibles criaturas de la zoología imaginaria. Las antenas podrían significar el tacto, la visión, la inteligencia en pseudópodos escudriñadores por la prolongación cerebral; en fin, perceptores hápticos de sensibilidades inconcebibles y dimensiones aún no sospechadas. Los límites de lo real, las férreas imposiciones de la Naturaleza, nos obligan a la rebeldía, a la propulsión hacia la irrealidad de lo fantástico más allá de lo meramente cósmico, como se intuiría, quizás, en «El ser y la libertad» de Pajón Mecloy.