JUAN ROF CARBALLO: «El arte de César Delgado»
EI destino es, a la vez, burlón y sabio.
¿Por qué incógnita razón, teniendo yo muy pocos años, compré el libro de Fierre Villey titulado Le monde des aveugles, editado por Flammarion en París, en el año 1918? Yo era entonces un mozo curioso, con los ojos muy abiertos a los azules y grises infinitamente cambiantes del mar en La Coruña, del Orzan, a los mil verdes del paisaje gallego. Quizás fue una nota bibliográfica la que me hizo pedir el libro a Francia, cosa por aquellos tiempos no demasiado fácil para un rapaz impecune como yo.
Devoré con entusiasmo, que aun hoy no me puedo explicar, la obra de Villey. Todavía me pregunto por el misterioso interés que yo podía tener por el mundo de los ciegos.
Han pasado muchos, muchos años desde entonces. El libro sobre el mundo de los ciegos ha reposado durante todo este tiempo en mi biblioteca, ha resistido cambios y mudanzas, pudo haberse perdido mil veces. Sin embargo, me ha ido acompañando en mis andanzas por el mundo. Ahora me encuentro ante las hermosas pinturas y esculturas de César Delgado, con la poderosa y admirable creación de un ciego. Pajón ha escrito sobre estas figuras unas palabras certeras. Habla de la proximidad del arte de Delgado a las ideas de Jacques Derrida sobre «la huella». A mí me parecen las pinturas y esculturas de Delgado algo que aborda un enigma cuya solución se nos escabulle de manera irritante pero pertinaz. Detrás de estas excelentes obras de arte hay una pregunta impertinente, audaz. ¿Qué es, allá en su último fondo, la creación plástica? La fisiología de la visión no basta, no lo explica todo. De pronto, en el magma vivo, en los laberintos del ser, se abre una grieta, una hendidura, una especie de rayo misterioso que viene de la luz interior, de las secretas luces de lo viviente. Algo que no sabemos bien en qué consiste, se asoma al mundo sin que lo entendamos. Este asomarse al mundo termina o empieza en la retina, en la visión. Pero ¿de qué profundidades desconocidas viene?
Ahora se nos habla de un fotógrafo ciego que hace obras que evocan los poemas de Rilke.
Todo parece inexplicable por los cauces habituales de nuestro pensamiento. Antes de ver, ha sido en la vida el impulso a ver, el burbujear de las células hacia la luz, una interior luminosidad que nace de las moléculas y de las organelas del protoplasma y que camina con firme paso hacia el sol.
Zumban en mis oídos las palabras de Goethe; «Si el ojo no fuese de condición solar»… no vería el sol, la luz… ¿Qué es, en qué consiste la condición solar de la materia viva? ¿No habrá, antes de la luz, de la retina, del ojo, de la visión, allá en el misterio del protoplasma, una avidez de condición solar, un anhelo deformas luminosas? Antes que la luz, que la visión, que el olfato, que la audición, que el mismo tacto, que todos los sentidos, la vida tiene una fuerza que va hacia el mundo; que se dirige a lo que por el momento no conoce. A lo que hay de sol dentro de la embrollada materia viva, de su inagotable laberinto…
Los sentidos guardan en su trastienda embrujada una matriz común, un tronco secreto. De él van a salir las ramas lúcidas, perceptivas: el olfato, la visión, el oído, el tacto, el dolor, toda la gama de contactos con el mundo. Pero antes de la visión existió el sentido del espacio, el hambre del mundo en torno, del ambiente, de lo que nos rodea, que está ahí, a nuestro alcance. Los brazos invisibles que se dirigen, anhelantes, hacia el mundo en torno. Tras cada sentido respira, invisible, ese tronco común y el hombre, aun desprovisto de los eslabones últimos de los sentidos, tiene en su raíz profunda el poder de relacionarse con el mundo en torno. Un impulso que puede estar cegado en una de sus ramas pero que se dirige entonces, poderosamente, por los otros sentidos, iluminándolos con una luz sorprendente que sólo podemos presentir, pero que no conocemos.
La belleza llameante de algunos cuadros de César Delgado, la dulzura de unos rojos vibrantes, el laberinto de plumas, de vírgulas, de discos, me atrae, me fascina. ¿Cómo es esto posible? El misterio de la retina subyace tras el milagro de la pintura. Mi ciencia anatómica inquiere, inútilmente, en qué estrato de las vías de la visión han podido nacer formas y colores. Es el parto prodigioso de la belleza. Como Venus Anadiómena, surgiendo ahora no del mar sino de las sombras, brota la hermosura inesperada de las simas inescrutables de la ceguera.
La armonía majestuosa no ha necesitado el control de la visión. La espontaneidad se ha regulado a sí misma. Ahora, círculos y gaviotas y corazones parten hacia un inesperado horizonte. Nacen forma y color, latiendo, aleteando, concentrándose en flores abstractas, venidas de los cielos más lejanos. Parece dibujarse un rostro sufriente. El buitre -¿o es un Ángel portador de dones?- evoca el rapto del fuego, rodeado de anchos círculos de los que nace una luz que desconocíamos. Prometeo y la geometría, difícil coyunda. Círculos y cartabones y simas llenas de vértigos multicolores.
Ante la obra de César Delgado pienso de nuevo en el mayor misterio de la fisiología de la visión. ¿Está hundida ésta en los rincones todavía ignorados de las células? ¿Ven éstas con sus cilios, como si fuesen falsas bellezas cinematográficas, más allá de la realidad o de lo que así llama el común de los mortales?
Esa última piel invisible que nos envuelve ¿tiene tanta nostalgia de la luz que ella misma se pone a fabricar por sí misma, sin ayudas, nuevos mundos rojos, blancos, enrevesados? Creo que éste es el mensaje del arte subyugante de César Delgado.
JUAN BARJOLA: «Evidentemente…».
Evidentemente, nos encontramos ante un caso singular.
En mi criterio, el caso de César Delgado nos sitúa dentro de un subjetivismo sumamente supersensible, puesto que, la realización de su obra, tropieza con ese muro invisible donde solamente la sensibilidad y el tacto tienen que realizar la estética que él desarrolla en su ardiente oscuridad, con la profundidad de una lucidez mental y una profunda sensibilidad que son los dos factores con que cuenta.
De esta simbiosis y de su férrea voluntad nace su obra.
Pero, existe un tercer factor que es el que coordina la acción como una brújula que, no solamente le orienta, sino que penetra en el abismo de la sombra de donde sale la luz, luz que, aunque él la vio hace muchos años, la retiene, retentiva que es solamente de los privilegiados, porque, su profunda sensibilidad rompe y rebasa las barreras de lo puramente emocional.
Su obra respira la frescura de la creación auténtica. Por ser invidente, no tiene influencias y, si coincide con la moda de otras obras pictóricas, no le resta nada en originalidad.
Esto puede ocurrir con la música por lo invisible del sonido; además, su pintura como su arte, tienen dos vertientes, polos opuestos: una de tipo expresivo-emocional y otra de tipo constructivista y, los elementos técnicos que él emplea son, el collage a base de papel metalizado recortado a bisturí, superpuesto, con materiales diversos y con pasta moldeable perceptible a través del tacto y con una amplia gama de color.
Por todo ello, encuentro en este artista creador, una forma sublime de hacer las cosas ya, que, con el tacto, como decía antes, suple la vista. Este es mi concepto de la obra de César Delgado.
ENRIQUE PAJÓN MECLOY:
«Extraña proximidad entre el Arte de César Delgado y Jacques Derrida».
El filósofo habla de la huella como anterior al ente, como «la ausencia de otro aquí-ahora, de otro presente trascendental, de otro origen del mundo apareciendo como tal, presentándose como ausencia irreductible en la presencia de la huella…». Nos encontramos ante un concepto radical, o al menos básico, para comprender el nuevo alcance que Derrida propone de «escritura».
En las obras de César Delgado, por su parte, descubrimos, tal vez como característica más destacada, la frecuente utilización de la huella para manifestar sus sentimientos más profundos. Informe sobre ciegos, por ejemplo, es un cuadro en el que las huellas sobreabundan, configurando cada uno de sus elementos. En el Martirio de Santa Águeda son huellas cada uno de sus miembros alterados por el dolor, huellas son sus pechos arrancados y huellas son también las desgarraduras de sus pezones. Por último, en Petrus, una cabeza rota, la característica se repite, con la particularidad destacable de que de los ojos reventados parten extrañas huellas que dan al aspecto horrible de la figura una intranquilidad añadida, dato que, si lo consideramos teniendo en cuenta la ceguera total de César Delgado, nos permite concluir que la huella en su caso es una indudable escritura de sí mismo, es algo así como su anterior al ente que es. Los pezones y los ojos fueron; sus huellas son ahora el testimonio de su ausencia.
ANA MARIA LEYRA SORIANO: «Una propuesta Inédita».
El ámbito de lo estético, aquel al que le pertenece la reflexión en torno al arte y a lo bello, hace referencia en su propio uso del término estético a una vinculación a los sentidos. Estética procede del vocablo griego «aisthésis», sensación, y esta referencia a lo sensorial participa de una doble perspectiva que no debemos olvidar: por una parte alude a los sentidos, a lo sensorial, a lo sensible, por otra parte y al mismo tiempo alude a la capacidad de sentir, a la sensibilidad. Sentidos y sensibilidad son, en consecuencia, los dos polos sobre los que se asienta el fenómeno estético. No basta con ver u oír, sino que debemos considerar que el ver y el oír del arte son un ver y un oír específicos, son un ver y un oír que inciden, para modificarla y depurarla, sobre una sensibilidad, sobre un sujeto que percibe y crea, que es capaz de experimentar y producir lo bello.
Es importante que advirtamos que las alusiones a los sentidos que hasta ahora hemos venido haciendo se limitan al ver y al oír. La vista y el oído han sido a lo largo de la historia los sentidos específicos para la experiencia artística, así como eran considerados los fundamentales para el conocimiento.
Ahora bien, ya en los tratados medievales encontramos, por ejemplo en Virgilio el Gramático, un órgano específico para juzgar la belleza, el gusto; facultad fisiológica que en principio apenas se distingue en sus funciones de la actividad gustativa más elemental de saborear los alimentos. Siglos más tarde será el desarrollo paulatino de los estudios y alusiones al gusto lo que conducirá la reflexión, en torno al arte hasta las depuradas conclusiones de una crítica del gusto con la que Kant pro-curará cerrar todo su sistema de pensamiento en la tercera de sus críticas, la denominada en último término Crítica de la facultad de juzgar, pero que había sido proyectada en exclusiva como una Crítica del gusto. Por otra parte, no puede faltar en esta progresiva aproximación a lo estético, en cuanto sensorial, una alusión al tacto como factor puente entre lo visual y lo espacial, entre lo exterior, lo que se percibe de lejos, como es lo que llega por la vista y el oído, y lo que se experimenta en la más inmediata proximidad: la suavidad, el calor, el frío, las vibraciones, en tanto que aspectos añadidos a la pura percepción de formas. Lo estético es, de acuerdo con esta rápida ojeada, algo referido a los sentidos, pero no desde una aplicación restringida del término sino extinguiendo éste, para ser enteramente valorado, su consideración global. Y aún más: después de la filosofía de Nietzsche hemos de tener en cuenta no sólo que en el modo de percibir lo humano no es lícito ya hablar de sentidos más o menos teoréticos o cognoscitivos, sino que además lo estético ha de tratarse en el ámbito de una psicobiología del creador y del contemplador; es decir: desde la valoración de una fisiología humana en la que intervienen todas las sensaciones, que afecta tanto a los procesos digestivos como a los procesos mentales.
De acuerdo con este largo, pero necesario, preámbulo, pretender un acercamiento al arte de César Delgado desde una consideración restringida exclusivamente a su ceguera, nos parece cuanto menos reductor. Ver o no ver es desde luego un problema que en sus efectos sorprendentes plantea un interrogante al espectador de la obra de César Delgado, pero está claro que el problema del arte se sitúa más allá de ver o no ver, y desde luego las obras de este artista nos mueven a compartir una extraordinaria experiencia creativa. Diríamos en este sentido que el espectador de las obras de César Delgado advierte al aproximarse a sus universos imaginarios que la mirada se hace próxima.
Hablar de este artista exige, pues, establecer previamente las relaciones entre la mano y el ojo y, en consecuencia, tener en cuenta las diferentes maneras de crear espacios, de aplicar las distinciones entre lo háptico y lo óptico.
El espacio óptico es el que percibe una mirada en profundidad, el espacio delimitado en primer lugar por la línea que la mirada de un ojo traza desde un punto de vista. En un espacio óptico la perspectiva, las líneas de fuga o el horizonte delimitan y engloban; el espacio óptico es, así, un espacio que podríamos llamar estructura-do. Existe por otra parte una concepción del espacio, el espacio háptico, en virtud de la cual la mirada se hace próxima, el ojo es como un dedo que analiza en lugar de sintetizar, la profundidad y la perspectiva desaparecen, las formas se superponen en planos que no tienen comienzo, o fin, o punto de referencia.
Ortega y Gasset señalaba ya en su actualísimo ensayo «Del punto de vista en las artes» cómo en su opinión la trayectoria seguida por la historia del arte pictórico podría resumirse en el proceso que ha seguido la mirada desde un pintar el bulto, realista e ingenuo hasta la conquista del hueco, de la perspectiva, del aire. Ortega se asoma así al análisis de los dos tipos de espacio y los dos tipos de mirada que constituyen las posibilidades de imaginar y figurar para el hombre.
Lo háptico es algo más que lo referente al tacto, hace referencia a la cualidad que tiene el órgano de la vista de no desarrollarse, de no alcanzar las cuotas adecuadas de su función si no es por medio y con ayuda del sentido de la proximidad. El ojo aprende a ver gracias a la posibilidad que tiene el sujeto de desplazarse y recorrer un espacio.
El ver lo lejano está en la naturaleza humana posibilitado gracias a la relación entre la distancia y la proximidad. La mano que se alarga en el lactante para tocar un objeto lejano expresa la incapacidad del ejercicio analítico del ojo para comunicar la información adecuada sobre la verdadera distancia a la que se encuentra el objeto. Sólo después de que el niño haya podido andar y desplazarse el tacto y la experiencia del espacio adecúan en sus términos precisos el uso de la facultad visual.
Lo háptico es así un término imprescindible para entender un arte, el de César Delgado, que tiende a visualizar el tacto, a amasar el color, a agredir con el color, a disolver en gotas la materia sólida de sus esculturas, a jugar, en fin, con el anulamiento de las fronteras sensoriales.
Se nos invita así al espectáculo de lo que llamaríamos una desterritorialización permanente, utilizando uno de los sugestivos términos acuñados por Deleuze-Guattari en Mil mesetas. Nada permanece en la esfera o en el marco que le es propio, nada puede ser asignado a un territorio ni real ni mental: los colores no hacen referencia a la vista, ni están pensados para satisfacer la visión, su tratamiento es táctil, se amasan, se engordan para dejar sobre ellos huellas, testimonios de un espacio que se reconvierte de manera continua.
No hay así punto de vista, sino que la mirada debe vagar por la superficie buscando el sentido, articulando y desarticulando las formas en libertad. Incluso cuando se emplea el «collage» se emplea no para substituir al dibujo sino para llevarlo a efecto. Nos vemos así abocados a una experiencia que podríamos identificar como un crear con el cuerpo porque se han desterritorializado los distintos sentidos, anulándose la especificidad de sus usos y sus funciones.
Lo revolucionario de esta propuesta artística consiste, pues, en que César Delgado nos somete a una durísima prueba, de la que sin duda nuestra sensibilidad sale enriquecida, porque nos somete a compartir la experiencia de su ceguera transformada ella misma en una inagotable fuente de sensaciones experimentables en común.